¿Cuándo fue que las evidencias criminales se volvieron objetos de culto?



Mientras las series de televisión se empeñan en resolver secuestros y asesinatos ficticios, existen espacios dedicados a recopilar los objetos utilizados en delitos verdaderos y a recordar a los hombres que los cometieron.

[Foto: Cortesía Mob Museum]
Hay algo de enfermizo en la manera en que nos atraen los detalles de un crimen. La prueba está en la televisión: devoramos tantas escenas de asesinatos y autopsias a la hora de la cena, que los noticieros podrían matarnos de aburrimiento. “Somos lo que comemos”, dijo Goethe, el poeta alemán del romanticismo, incapaz de prever esta dieta audiovisual de sangre humana. Un siglo después, su colega británico Thomas de Quincey proclamó que el asesinato podía ser considerado como una de las bellas artes y parece que el tiempo le ha dado la razón: ahora tenemos salas de exhibiciones que en lugar de pinturas o esculturas muestran cuerpos del delito. El circuito turístico incluye fincas de fallecidos narcotraficantes convertidas en museos, palacetes restaurados para recordar a la mafia y antiguas prisiones abiertas al público como si fuesen galerías de arte moderno. En tiempos en que tantos actores hablan como médicos legistas, toda evidencia puede ser una reliquia.

El auto en que fueron acribillados Bonnie y Clyde (National Museum of Crime and Punishment)

El museo de la mafia
Toda sociedad revela su carácter en la manera en que administra su memoria. En diciembre pasado, el alcalde de Las Vegas brindó por otro aniversario del fin de la antigua prohibición de vender licor. “Aparte del día en que me casé con mi bellísima novia y mi Bar Mitzvah, es el día más importante de mi vida”, dijo Oscar B. Goodman, conocido por su afición al trago. De inmediato develó un maletín con doble fondo que en su tiempo sirvió para que algún contrabandista camuflara al menos tres botellas por viaje. Era una valija Abercrombie & Fitch de los años veinte, que ahora forma parte de la colección del Museo del Crimen Organizado y la Aplicación de la Ley, más conocido como Museo de la Mafia. En la ciudad de los casinos, la cultura del crimen merece preservación.

El nuevo palacio del delito –que abrirá en febrero del 2012– hará honor a la habilidad de sus antihéroes para sacarle la vuelta a la ley: funcionará en el antiguo edificio de correos, el mismo que a mediados de los años cincuenta fue sede de las audiencias Kefauver, la mayor investigación del senado estadounidense para acabar con el crimen organizado. Tendrá salas especialmente diseñadas para exposiciones interactivas, proyección de películas y las tradicionales exhibiciones de objetos históricos. “Nuestra meta es ofrecer al público una más amplia y detallada historia que ha estado descuidada por la cultura popular”, dijo hace poco Dennis Barrie, director creativo del museo. La museografía del crimen ha estado a cargo de los mismos especialistas que idearon el Museo de los Espías de Washington y el Salón de la Fama del Rock en Cleveland.
El coleccionismo tendrá un matiz truculento en este lugar: una de las piezas más valoradas es una silla de barbero, la misma en que fue asesinado a tiros Albert Anastasia, el jefe de la mayor empresa de sicarios de la mafia. Se dice que esta organización, llamada Murder Inc., ejecutó entre cuatrocientas y setecientas personas en el lapso de diez años. Los curadores se han encargado de dejar como nuevo el emblemático asiento, con el bonito forro de cuero celeste y los brazos de madera pulida que dan calidez a la estructura de acero. A un costado, la foto precisa del cadáver de Anastasia sobre el charco de sangre en que terminó su carrera.

El museo negro
“El criminal es el artista; el detective, el crítico”, dijo el escritor británico G.K. Chesterton. La premisa ha regido en el Museo del Crimen de Scotland Yard por más de un siglo: el acceso está restringido para policías y autoridades, porque se considera que alberga objetos demasiado macabros para ser expuestos al público. Semejante secretismo estimuló a que, al enterarse de su existencia, un diario londinense de fines del siglo XIX lo bautizara como el “Museo Negro”. El título ha permanecido como una lápida sobre el nombre oficial y no desentona: entre sus casos mejor expuestos están el de Jack el Destripador, cuya historia sobra detallar, y el de Hawley Crappen, un médico que asesinó a su esposa y disolvió el cadáver en una tina de ácido.

El Museo Negro confirma la capacidad de los asesinos londinenses para el refinamiento. Una de sus reliquias, por ejemplo, es un par de binoculares dignos de la saga El juego del miedo: cuando el espectador gira las lentes para enfocar, dos puntas salen disparadas desde el interior y le revientan los ojos. Otra pieza de colección es la sombrilla con punta venenosa utilizada en 1978 para asesinar al desertor búlgaro Georgi Markov. Y una tercera pieza, un maletín diseñado para disparar dardos envenenados que sus propietarios, dos terribles hampones conocidos como “Los gemelos Kray”, nunca llegaron a usar contra los testigos que los acusaron. También hay una sección dedicada al asesino en serie Dennis Nilsen, quien solía embriagar a sus víctimas para luego estrangularlas y descuartizar sus cuerpos; la instalación incluye piezas del baño en que Nielsen escondía los cuerpos.
En el 2009, el alcalde de Londres apoyó una iniciativa para abrir el museo al escrutinio de los voyeuristas del crimen. Mientras los estudios proceden, toda esa memorabilia siniestra permanece almacenada en dos habitaciones del edificio de Scotland Yard.

Crimen y castigo
A diferencia de los escrupulosos británicos, los estadounidenses asumen la lucha contra el delito con toda la frescura de la cultura pop. “Demasiada diversión. ¡Es un crimen!”, dice un alegre mensaje en el sitio web del Museo Nacional del Crimen y Castigo, con sede en Washington. Que el nombre no se preste a confusión, lejos de aludir a Dostoievski, esto parece la Disneylandia de los creadores de CSI: más de cien exposiciones interactivas llevan a los visitantes desde una sala para practicar autopsias hasta los estudios donde se filma el sintonizado programa America’s Most Wanted (“Los criminales más buscados de Estados Unidos”).

Una clase para hacer autopsia (National Museum of Crime and Punishment).


En el país que ha convertido a los médicos forenses en estrellas de televisión, las escenas de crimen compiten con los parques de diversiones. La sección de muestras interactivas del museo ofrece a los visitantes la experiencia de extraer huellas digitales, realizar pruebas de ADN o manejar programas computarizados de reconstrucción facial para establecer la identidad de una posible víctima. Por cinco dólares adicionales, se puede participar en un taller sobre descomposición de cuerpos. Los más obsesos incluso tienen la opción de ingresar a un juego de laboratorio en que deben usar todas las técnicas aprendidas para resolver un supuesto crimen en una hora.

El museo rememora la centenaria obsesión estadounidense por atrapar a los delincuentes. Si algunas salas permiten participar de una balacera en el lejano oeste o fungir de hacker sin escrúpulos, existe toda un área dedicada a demostrar que el crimen no paga. En la sección Castigo se recrea una estación policial en la que los voluntarios son sometidos a detectores de mentiras o puestos en uno de esos cuartos donde los verdaderos delincuentes son identificados por víctimas ubicadas detrás de un vidrio. El recorrido conduce a una celda.

El narco tour
El último punto de este recorrido pasa por los predios de quien es considerado el pionero de la globalización del crimen. Es casi seguro que Pablo Escobar no imaginaba este destino para la finca en que se mandó poner un zoológico y tantos animales que a su caída tuvieron que ser repartidos en varios países. El palacete es ahora un destino turístico para curiosos que pretenden asomarse a la vida de un narco a partir de sus delirios. El escenario narra una trayectoria épica: desde la avioneta que adorna el portal de ingreso –al parecer la que usó para meter su primer cargamento a los Estados Unidos–, hasta la chatarra de lo que alguna vez fue su colección de autos de lujo. Lo que quedó a su caída, puras ruinas, todavía sirve para comprobar que la omnipotencia es el narcótico de los traficantes.

En el 2006, el gobierno anunció la construcción de un museo y desde entonces el morbo no ha dejado de producir rentas. Una empresa local ofrece el Tour Pablo Escobar, cuatro días de visitas a espacios significativos para el narco: su casa en un suburbio de Medellín, el edificio donde sufrió el ataque de un cártel enemigo, la casa de una tía suya en que fue abaleado, el cementerio donde yacen sus restos. Pero el escenario final, el que suele atraer a más curiosos, siempre es la Hacienda Nápoles, ese Shangri-La mafioso donde se hacían fiestas entre columnas romanas y era posible tomar un trago un bar que imitaba a los escenarios del lejano oeste.
El tour incluye una visita al espacio que podría ser interpretado como el último guiño del difunto narco a la historia: el Museo de la Policía de Bogotá. En una de las salas pueden verse las distintas armas que pertenecieron a Escobar y hasta el reloj que usaba el día que fue acribillado por un escuadrón antidrogas. En otra sala hay maniquíes que lo muestran en su labor de parlamentario o de preso tras las rejas. Y un tercer ambiente muestra una urna con una réplica de su cadáver tendido en el piso.“Parece más un santuario dedicado a un mártir religioso que a un capo de la droga”, publicó una revista mexicana. En eso el crimen se parece a la santidad: sus protagonistas adquieren vida propia cuando mueren.

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