Suplicio

El cuerpo de los condenados


Damiens fue condenado, el 2 de marzo de 1757, a "pública re­tractación ante la puerta principal de la Iglesia de París", adon­de debía ser "llevado y conducido en una carreta, desnudo, en camisa, con un hacha de cera encendida de dos libras de peso en la mano"; después, "en dicha carreta, a la plaza de Grève, y sobre un cadalso que allí habrá sido levantado [deberán serle] atenaceadas las tetillas, brazos, muslos y pantorrillas, y su mano derecha, asido en ésta el cuchillo con que cometió dicho parrici­dio,[1] quemada con fuego de azufre, y sobre las partes atenaceadas se le verterá plomo derretido, aceite hirviendo, pez resina ardien­te, cera y azufre fundidos juntamente, y a continuación, su cuerpo estirado y desmembrado por cuatro caballos y sus miembros y tron­co consumidos en el fuego, reducidos a cenizas y sus cenizas arro­jadas al viento".[2]
"Finalmente, se le descuartizó, refiere la Gazette d'Amsterdam.[3] Esta última operación fue muy larga, porque los caballos que se utilizaban no estaban acostumbrados a tirar; de suerte que en lu­gar de cuatro, hubo que poner seis, y no bastando aún esto, fue forzoso para desmembrar los muslos del desdichado, cortarle los nervios y romperle a hachazos las coyunturas. . .
"Aseguran que aunque siempre fue un gran maldiciente, no dejó escapar blasfemia alguna; tan sólo los extremados dolores le hacían proferir horribles gritos y a menudo repetía: 'Dios mío, te­ned piedad de mí; Jesús, socorredme.' Todos los espectadores que­daron edificados de la solicitud del párroco de Saint-Paul, que a pesar de su avanzada edad, no dejaba pasar momento alguno sin consolar al paciente."
Y el exento [4] Bouton: "Se encendió el azufre, pero el fuego era tan pobre que sólo la piel de la parte superior de la mano quedó no más que un
poco dañada. A continuación, un ayudante, arre­mangado por encima de los codos, tomó unas tenazas de acero hechas para el caso, largas de un pie y medio aproximadamente, y le atenaceó primero la pantorrilla de la pierna derecha, después el muslo, de ahí pasó a las dos mollas del brazo derecho, y a con­tinuación a las tetillas. A este oficial, aunque fuerte y robusto, le costó mucho trabajo arrancar los trozos de carne que tomaba con las tenazas dos y tres veces del mismo lado, retorciendo, y lo que sacaba en cada porción dejaba una llaga del tamaño de un escudo de seis libras.[5]
"Después de estos atenaceamientos, Damiens, que gritaba mu­cho aunque sin maldecir, levantaba la cabeza y se miraba. El mismo atenaceador tomó con una cuchara de hierro del caldero mezcla hirviendo, la cual vertió en abundancia sobre cada llaga. A continuación, ataron con soguillas las cuerdas destinadas al tiro de los caballos, y después se amarraron aquéllas a cada miembro a lo largo de los muslos, piernas y brazos.
"El señor Le Bretón, escribano, se acercó repetidas veces al reo para preguntarle si no tenía algo que decir. Dijo que no; gritaba como representan a los condenados, que no hay cómo se diga, a cada tormento: '¡Perdón, Dios mío! Perdón, Señor.' A pesar de todos los sufrimientos dichos, levantaba de cuando en cuando la cabeza y se miraba valientemente. Las sogas, tan apretadas por los hombres que tiraban de los cabos, le hacían sufrir dolores inde­cibles. El señor Le Bretón se le volvió a acercar y le preguntó si no quería decir nada; dijo que no. Unos cuantos confesores se acercaron y le hablaron buen rato. Besaba de buena voluntad el crucifijo que le presentaban; tendía los labios y decía siempre: 'Perdón, Señor.'
"Los caballos dieron una arremetida, tirando cada uno de un miembro en derechura, sujeto cada caballo por un oficial. Un cuar­to de hora después, vuelta a empezar, y en fin, tras de varios in­tentos, hubo que hacer tirar a los caballos de esta suerte: los del brazo derecho a la cabeza, y los de los muslos volviéndose del lado de los brazos, con lo que se rompieron los brazos por las coyun­turas. Estos tirones se repitieron varias veces sin resultado. El reo levantaba la cabeza y se contemplaba. Fue preciso poner otros dos caballos delante de los amarrados a los muslos, lo cual hacía seis ca­ballos. Sin resultado.
"En fin, el verdugo Samson marchó a decir al señor Le Bretón que no había medio ni esperanza de lograr nada, y le pidió que preguntara a los Señores si no querían que lo hiciera cortar en pe­dazos. El señor Le Bretón acudió de la ciudad y dio orden de ha­cer nuevos esfuerzos, lo que se cumplió; pero los caballos se impa­cientaron, y uno de los que tiraban de los muslos del supliciado cayó al suelo. Los confesores volvieron y le hablaron de nuevo. Él les decía (yo lo oí): 'Bésenme, señores.' Y como el señor cura de Saint-Paul no se decidiera, el señor de Marsilly pasó por debajo de la soga del brazo izquierdo y fue a besarlo en la frente. Los verdugos se juntaron y Damiens les decía que no juraran, que desempeñaran su cometido, que él no los recriminaba; les pedía que rogaran a Dios por él, y recomendaba al párroco de Saint-Paul que rezara por él en la primera misa.
"Después de dos o tres tentativas, el verdugo Samson y el que lo había atenaceado sacaron cada uno un cuchillo de la bolsa y cor­taron los muslos por su unión con el tronco del cuerpo. Los cua­tro caballos, tirando con todas sus fuerzas, se llevaron tras ellos los muslos, a saber: primero el del lado derecho, el otro después; luego se hizo lo mismo con los brazos y en el sitio de los hombros y axilas y en las cuatro partes. Fue preciso cortar las carnes hasta casi el hueso; los caballos, tirando con todas sus fuerzas, se lleva­ron el brazo derecho primero, y el otro después.
"Una vez retiradas estas cuatro partes, los confesores bajaron para hablarle; pero su verdugo les dijo que había muerto, aunque la verdad era que yo veía al hombre agitarse, y la mandíbula infe­rior subir y bajar como si hablara. Uno de los oficiales dijo inclu­so poco después que cuando levantaron el tronco del cuerpo para arrojarlo a la hoguera, estaba aún vivo. Los cuatro miembros, desatados de las sogas de los caballos, fueron arrojados a una hoguera dispuesta en el recinto en línea recta del cadalso; lue­go el tronco y la totalidad fueron en seguida cubiertos de leños y de fajina, y prendido el fuego a la paja mezclada con esta madera.
"...En cumplimiento de la sentencia, todo quedó reducido a cenizas. El último trozo hallado en las brasas no acabó de consu­mirse hasta las diez y media y más de la noche. Los pedazos de carne y el tronco tardaron unas cuatro horas en quemarse. Los oficiales, en cuyo número me contaba yo, así como mi hijo, con unos arqueros a modo de destacamento, permanecimos en la plaza hasta cerca de las once.
"Se quiere hallar significado al hecho de que un perro se echó a la mañana siguiente sobre el sitio donde había estado la hogue­ra, y ahuyentado repetidas veces, volvía allí siempre. Pero no es difícil comprender que el animal encontraba aquel lugar más ca­liente." [6]

[1] * Parricidio, por ser contra el  rey, a  quien se equipara  al  padre. 
2 1 Pièces   originales   ft   procédures   du   procès   fait   à   Robert-François   Da­miens, 1757, t. mi, pp. 372-374.
3 2 Gazette d'Amsterdam, 1de abril de 1757.
4 ** Exento: oficial de ciertos cuerpos, inferior al alférez y superior al bri­gadier.
5* Escudo de seis libras: cierta moneda de la época.
6  Citado  en  A.  L.  Zevaes,  Damiens   le  régicide,   1937, pp.  201-214.


VIGILAR Y CASTIGAR, nacimiento de la prisión. MICHEL FOUCAULT

Foucault, Michel
FOU      Vigilar y castigar : nacimiento de la prisión.- 1a, ed.-Buenos Aires : Siglo  XXI Editores Argentina, 2002. 314 p. ; 21x14 cm.- (Nueva criminología y derecho)
Traducción de: Aurelio Garzón del Camino
















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