No somos ni buenos ni malos: somos las dos cosas

Si bien todos estamos de acuerdo en que el optimismo es necesario, el exceso de optimismo acarrea también consecuencias negativas (como ya os expliqué en La paradoja de Stockdale: cuando el exceso de optimismo puede matarnos): la falta de realismo provoca que nos quejemos de cosas inevitables, por ejemplo.
En ese sentido, hay determinadas personas que dirigen sus quejas hacia la naturaleza humana a fin de explicar los males del mundo: que somos muy avariciosos, que somos muy corruptos, que hay mucha desigualdad social, que se han perdido los valores, etc.
Otras personas, sin embargo, vierten estas quejas exclusivamente al sistema, al contexto, al entorno. Sobre todo determinado espectro de la izquierda política es el que acostumbra a denunciar el sistema que vivimos como causa de todos los males del mundo; y, en consecuencia, sostiene que cambiando el sistema, se puede eliminar la avaricia, la corrupción, la desigualdad social y demás. Tal y como creían los protagonista de la película El bosque, por ejemplo.
Sin embargo, para evitar que la gente deje de comportarse mal no basta con cambiar la política, tal y como denuncia el filósofo Julian Baggini en su reciente libro La queja:
Así como la gente fue optimista en los inicios de casi todas las revoluciones de izquierdas, los individuos trabajarán con gusto para el bien común, sin pensar en el propio interés, ya que se darán cuenta de que el bien común también incluye su propio bien personal. En una sociedad así la mentira y la codicia no tendrían sentido. Esta predicción ha resultado ser desalentadoramente errónea.
Las utopías sociales tienen un gran atractivo para quienes, entre los que me encuentro, queremos aspirar a un mundo mejor. Pero esas utopías suelen despreciar la naturaleza humana de la ecuación. La codicia, la competitividad y el egoísmo son consubstanciales a nuestra naturaleza y, si bien un marco social o político pueden reducirlas, no hay evidencias de que puedan eliminarlas. Además, resulta mucho más efectivo proponer incentivos para quienes hagan cosas buenas para la comunidad (es decir, incentivando el egoísmo o la reputación), que esperar que la gente haga cosas por la comunidad de forma espontánea.
(No me detendré en el asunto de describir qué es un comportamiento egoísta y qué es un comportamiento altruista o colaborativo, porque al ignorar las intenciones últimas de tal comportamiento no podemos aseverar con seguridad cuál es cuál: daría para otro artículo).
En resumidas cuentas, para obtener sociedades más justas quizá no deberíamos invertir tanto esfuerzo en procurar sociedades más socialistas, sino en desarrollar políticas que tengan en cuenta la naturaleza humana, veleidosa, mezquina, egoísta, vaga, codiciosa.
Ello no significa aceptar que la naturaleza humana es inflexible, sino que no resulta totalmente flexible.
La empatía, por ejemplo, es lo suficientemente finita en los seres humanos como para que podamos predecir con cierto grado de certeza que, como término medio, la gente tenderá a velar más por sí misma y sus allegados que por los desconocidos. Pero la existencia de esa empatía también significa que erradicar todo sentimiento hacia los extraños, aunque factible a corto plazo, nunca será universal o permanente. Crean en la infinita maleabilidad de la naturaleza humana y podrán imaginar una futura utopía comunitaria, pero eso también dejará las puertas abiertas a la posibilidad de un futuro fascista y racista.
El estado natural del ser humano, tal y como arroja la antropología moderna, es esencialmente jerárquico, misógino, violento y racista. Los estudios sobre las sociedades contemporáneas de cazadores-recolectores sugieren que el 90 % de ellas va a la guerra cada año. Y uno de cada cuatro hombres adultos muere de una forma violenta.
Las sociedades modernas, pues, ofrecen mejores versiones de los seres humanos. El descenso de comportamientos violentos, por ejemplo, ha caído el picado, tal y como analiza enciclopédicamente el psicólogo cognitivo Steven Pinker en su reciente libro Los ángeles que llevamos dentro. Sin embargo, no debemos diagnosticar correctamente los puntos negros que aún quedan por eliminar.
Las reformas basadas en quejas erróneas, en un diagnóstico imperfecto, han arrojado malos resultados, porque las premisas para el cambio eran mentiras insostenibles. Se entregó el poder a los representantes del proletariado porque se pensó que no serían tan egoístas como la burguesía destituida. Las fábricas y granjas fueron colectivizadas, pues se creyó que la gente sería más productiva que cuando solo eran meros empleados alineados de su trabajo, que el estatus dejaría de ser importante, aunque ningún movimiento en la historia de la humanidad ha concedido nunca un estatus más elevado que el atribuido por la izquierda revolucionaria a las personalidades de Lenin, Mao, el Che y Fidel.
Las revoluciones son importantes, pero siempre y cuando no traten de cambiar cosas que no se pueden cambiar. Una revolución quizá sería más efectiva si tuviera en cuenta que es inútil quejarse de la mezcla de egoísmo y altruismo que conforma la naturaleza humana. Ello no significa que sea imposible como objetivo a largo plazo, pero las reformas hubieran arraigado más si se plantearan sin un exceso de optimismo sobre la naturaleza humana. Porque somos buenos y malos según las circunstancias, buenos y malos según el momento, buenos y malos a la vez, según quién nos esté fiscalizando.
Un ejemplo explicativo de ello sería el quejarse porque hay gente que tiene accidentes cuando sale de casa, sin advertir que precisamente salir de casa tiene ese efecto secundario: exponerse a nuevos peligros. Lidiar con la imperfección es signo de madurez. Y, en consecuencia, adoptar determinadas políticas de derechas que se alarman sobre el incremento de determinados comportamientos inmorales porque no hay suficientes valores establecidos para eliminarlos también resulta igualmente infantil e ineficaz: a mayor grado de libertad, mayores posibilidades de comportamientos improcedentes; si aspiramos a un mundo perfecto, entonces la gente debería estar perfectamente encerrada en una cárcel volitiva.
La política tiene límites, los de la naturaleza humana, y el buen gobierno, como dice Baggini, nunca será un gobierno perfecto que curará todas las enfermedades del mundo, sea éste de izquierdas o de derechas:
Es algo difícil, porque muchos de los que se sienten atraídos por la política son instintivamente idealistas y están imbuidos del temor a que ser otra cosa equivalga a rendirse y claudicar. Es un temor basado en una perspectiva simplista y maniquea del mundo, una fuente del tipo de distorsión moral que conduce a la queja errónea.
  
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