Como todo el mundo, estoy indignado con la barbaridad
cometida contra ese anciano al que un par de médicos indolentes amputó la
pierna equivocada. El caso me lleva a recordar que la historia registra
salvajadas dignas de un filme de terror gore.
Es preciso aclarar que este club no guarda especial
animosidad hacia los médicos. Quiero decir: que en anteriores posts haya
escrito sobre cirujanos que resultaron asesinos en serie o psiquiatras que
ameritaban más tratamiento que sus pacientes, no me hace un activista contra la
profesión. Pero cada cierto tiempo un episodio me empuja a explorar el lado
oscuro de esa ciencia que, a mi juicio, tiene mucho –demasiado– de intuitiva
(me parece escalofriante, por ejemplo, que un médico pueda equivocarse radicalmente
al aplicar una sustancia y al instante otro pueda arreglarlo inyectando una
sustancia que neutraliza la primera, como si un cuerpo humano no fuera otra
cosa que una simple bolsa de químicos en equilibrio precario). El último caso,
la amputación por negligencia a un anciano, es una prueba delirante. Hay que
ser un soberano estúpido o un peligroso incapaz para cometer un error
semejante. A menos que se trate de un clasicista al que le guste repetir las
barbaries cometidas por sus colegas del pasado.
Que el cuerpo humano es un misterio, no resulta extraño.
Hasta la mitad del siglo XIX sobrevivía la creencia medieval de que el
organismo de cada persona estaba formado por cuatro humores, correspondientes a
los cuatro elementos que formaban la tierra: sangre (fuego), flema (tierra),
bilis negra (agua) y bilis amarilla (aire). Se suponía que la salud de un
individuo estaba dominada por un humor específico: las personas melancólicas
estaban dominadas por la bilis negra, mientras que los sujetos iracundos debían
su carácter a la sangre caliente que circulaba en su interior. “Curar a un
paciente se convirtió en el arte de mantener un balance entre esos humores”,
refiere el investigador Richard Zacks en el libro An
underground education, una enciclopedia del absurdo universal que
recomiendo leer. El razonamiento motivaba tratamientos delirantes: si una
persona tosía con flema, los médicos le procuraban comidas calientes, cargadas
de pimienta, e incluso sangre de animales, para ayudarlo a recuperar el balance
de sus humores internos.
La siempre orgullosa medicina occidental tiene escombros
escondidos bajo la alfombra. Existe el testimonio de un medico árabe del siglo
XII que lo evidencia. Un colega europeo lo había invitado a su consultorio para
compartir experiencias. En eso llegaron dos pacientes, un hombre con una herida
en la pierna y una mujer con acentuada pérdida de peso. El doctor árabe recetó
un cataplasma para el primero, que ayudaría a cicatrizar la herida, y una dieta
fresca para la mujer. El doctor occidental se burló de sus prescripciones. En
seguida le preguntó al paciente: “¿Prefiere vivir con una pierna o morir con
las dos?”. Asustado, el enfermo optó por la primera opción. Entonces el
hipocrático especialista mandó cortarle la pierna enferma con un hacha. El
paciente murió al instante. A la mujer no le fue mejor, porque el médico
dictaminó que estaba poseída por el demonio y mandó abrirle en el cráneo un
agujero en forma de cruz, por donde sacó el cerebro para “limpiarlo”.
No se trata de un caso perverso, sino de una tendencia.
Varios historiadores de la medicina han dado cuenta de una serie de
tratamientos inspirados en la creencia de que el dolor podía ser una vía para
exorcizar la enfermedad: sangrías, trepanaciones, tratamientos con
sanguijuelas, purgas, amputaciones, etc. El Rey Carlos II de Inglaterra fue una
víctima de los científicos de su tiempo, en 1685. Había estado afeitándose
cuando sufrió un ataque masivo. Los médicos de la corte le aplicaron una
sangría, le perforaron un hombro, le dieron un purgante cargado de antimonio,
sal y otras sustancias, le afeitaron la cabeza, le hicieron tomar una infusión
de sustancias raras y le llenaron la garganta de polvo de almendras. Cuando
empezó a convulsionar, le dieron cuarenta gotas de un extracto de cráneo
humano. Tras pasar una noche de infierno, el monarca falleció.
Salvajadas semejantes no corresponden solo a los oscuros
razonamientos de la Edad Media. “El cuidado diario proporcionado por la vasta
mayoría de médicos de la era victoriana bien podía curarte como no tener efecto
alguno, causarte daño o incluso matarte. Los pacientes a menudo se curaban a
pesar de los tratamientos”, señala Zacks.
Otro personaje que sufrió las consecuencias fue el
presidente estadounidense James Garfield, cuando en julio de 1881 recibió un
balazo en una estación de tren en Washington. Un medico traído de inmediato
hizo lo que pensó razonable: metió su instrumental –no esterilizado- en el
agujero de la bala y empezó a remover la zona para ubicar la bala. Como no lo
conseguía, metió los dedos y retomó la búsqueda. Tampoco tuvo éxito. Entonces
llamaron al célebre inventor Alexander Graham Bell, quien tuvo la ocurrencia de
utilizar un detector de metales. Así determinó que la bala estaba allí, pero en
una zona más profunda. Los médicos esperaron unos días, para que bajara la
fiebre, y reabrieron la herida. Nada. El presidente no se recuperó de esa
convalecencia. Falleció en setiembre. La autopsia reveló que la bala estaba
allí, pero treinta centímetros debajo de la zona que se había explorado.
“Algunos historiadores médicos están convencidos de que el presidente hubiera
sobrevivido si le dejaban la bala adentro”, comenta el investigador Richard
Zacks.
No hace falta especular qué habrá ocurrido con pacientes más
humildes. Para eso basta leer los periódicos de estos días.
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